Texto: Vanina Colagiovanni
Lectura: Natalia Flores
Ilustración: Nicolás Lepka
Una muchacha, una chica, digamos más bien, es una hoja que mece el viento y va planeando despacio se sostiene como si volara desde la copa hasta el suelo. Liviana, usa tacos altísimos, ella misma es alta, espigada, leve, como si la gravedad se hubiera olvidado de ella, ingrávida. Así es. Camina por una vereda despareja, pero aún desde esas alturas sus pasos son seguros, como los de una equilibrista. Una chica de diecisiete años es una equilibrista, de una, dos o varias maneras. Llega a la esquina prefijada, pero él no está ahí. Se encuentra sola. Es de madrugada. O más tarde. Las dos de la mañana quizás, y la esquina es tan lúgubre como cualquier otra. Lleva puesta una campera de jean corta que no alcanza a cubrir la cintura, una pollera morada que marca el inicio de las piernas largas de equilibrista; es una chica que no siente frío, aunque ya esté entrada la noche y la esquina sea un rincón desolado en una ciudad que no es la suya. Ahí tiene que esperarlo. Así que da lo mismo esa esquina que cualquier otra, en ese momento todas las esquinas son igual de desangeladas, igual de ausente estaría en todas y cada una de ellas. Él le dijo: esperame en el cruce de estas dos calles, hay un hotel, esa es la puerta, nos vemos en ese punto exacto en quince minutos, acá no puedo hacer nada, cuatro pares de ojos me miran en este momento mientras hablamos. Y ella, sin estar del todo segura del porqué, le dijo que sí, que lo esperaría en esa esquina, que iría despacio caminando sobre sus zancos, sin perder el temple, ingrávida, meciéndose en sus pasos leves, embriagados, porque se animaba a todo, como una-niña-que-ya-no-se-cree-niña, que piensa que lo puede todo, y eso incluye esperarlo a él a las dos de la mañana en una esquina dispar, idéntica a todas las esquinas desérticas y hechizadas del mundo. Se le apagan como luces fallidas esos pensamientos porque poco a poco el frío la está ganando y no sabe qué está haciendo ahí, para qué quiere finalmente encontrarse a solas con él, fuera de la mirada de esos cuatro pares de ojos que hay en todas las ciudades del mundo escudriñando a una niña y a un adulto que, de alguna manera precisa, es responsable de velar por ella, por su seguridad, por sus noches y sus días durante esa semana. Esos ojos no están ahí, en ese momento, en esa esquina, no miran como ella las vidrieras con ropa de nieve, con implementos de camping, con promociones absurdas de kilos de chocolate en cajas de dudoso gusto con forma de cabaña de madera, esos cuatro pares de ojos no la están mirando, pero ella de todos modos los siente. Siente que le reprochan que esté ahí, que está mal la intemperie a la que se presta, la exposición de la piel de su escote que apenas la contiene, la de su cintura, la de sus piernas ingrávidas sobre los zancos, el pelo largo, los párpados maquillados de gris. Siente que los ojos le reprochan lo que está haciendo, lo que va a hacer, que saben aún antes que ella que se va a arrepentir, que no debería no dejarse cuidar. Pero una chica es una hoja que mece el viento y lo que uno sabe con seguridad es que no se sabe para donde va a soplar. Es incierto. Por ahora está meciéndose en el aire, ella espera, el viento sopla y levanta su pelo y ella lo ve venir. Ve que se acerca como si no la hubiera visto todavía, con el gesto estudiadamente desentendido del que se pretende no observado, espontáneo, y es todo menos eso. Él se acerca despacio como si nada lo detuviera, como si sus pasos sí tuvieran peso, mucho peso, la gravedad de lo inevitable. Sus pasos son pesados, aunque él sea más bajo que ella, más apegado a la tierra que pisa, sus pasos retumban en la noche, y lo cubre la bruma. Van a encontrarse, piensa ella, ya es un hecho, ya no hay pares de ojos que puedan deshacerlo, no hay vuelta atrás ni una tangente por la que pueda salir, aunque en este mismísimo momento –mientras él se acerca– se dé cuenta de que no quiere verlo a solas, de que es solo el hecho de que pudiera pasar lo que le interesa y no la realización efectiva. Van a caminar juntos unas cuadras sin mirarse, van a subir las escaleras hasta un lugar adonde no lleguen los ojos. ¿Van a desnudarse? O quizá tomen una copa de champagne, será la primera copa de su vida. Va a escucharle decir cosas que después no va a poder borrar, ni los ojos podrían, va a recostarse y los zancos ya no la ayudarán a tomar altura, la gravedad finalmente la alcanzará, la volverá mortal, descenderá del rango de semidios al que suben las muchachas cuando todavía son niñas y ya no lo son, ese lapso de pasos apenas apoyados. Una chica, una muchacha, es una hoja fina, crocante, de exquisitas nervaduras, que se mece por el viento hasta que la alcanza la gravedad, cae, y como todo lo que ha caído, sobre lo que está en el suelo, parece decir él, es lícito pasar sobre ella y escucharla crujir.