Texto: Paula Brecciaroli
Lectura: Vanina García
Ilustración: María Belén Echeverría
–Susana Giménez –dice, estirando la mano y mirando fijo mi cara para tratar de descubrir el gesto de sorpresa o el comentario que debería venir a continuación: igual al de la actriz de televisión. Pero no voy a decir nada, es un nombre común y debe creer que la enaltece por ser el mismo de la rubia teñida y cinchada de lujos. Sostengo con firmeza su mano que hasta un segundo antes revoleaba con exageración.
–Yo voy a ser tu instructora. Vas a convertirte en una experta en ventas –dice, mientras mantiene apretada la mano clavándome los anillos de oro en los dedos.
Experta de ventas, sin anestesia. En los últimos días, todo parece suceder así. Experta de ventas y abuela antes de cumplir cincuenta. Maribel con su frialdad natural, apoyada en la pared de la cocina, anunciándome que iba a ser mamá. Todas las imágenes se me juntaron sobre la tela de la camisa que estaba planchando y les pasaba la plancha con fuerza, tragando saliva. Maribel, embarazada de un mocoso que con suerte puede mantener un trabajo de cadete. Y ella algo sospechó, porque con esa lengua rápida que heredó del padre, se defendió antes de que pudiera decir una palabra. No te lo estoy diciendo para que me des tu opinión. Te estoy avisando que lo voy a tener. Y justamente por eso quería darle mi opinión, porque yo quería para ella otra vida, quería que estudiara, que se casara bien. Pero no podía decirle que no lo tuviera. Sus ojos oscuros me miraban destilando esa furia ahogada con la que a veces me mira, y sabiendo, que no podía decir lo que pensaba porque yo a ella, a pesar de todo, la había tenido igual. La plancha se friccionaba contra la tela blanca y me detuve a tiempo. La doblé y la metí en la bolsa de nylon que me alcanzó Maribel. No te preocupes, mamá, ya hablamos con Ramiro, y nos vamos a arreglar. Saqué otra camisa y la extendí en la tabla, el apresto volaba en el aire de la cocina y me hacía picar la nariz. Claro que se iban a arreglar para dejarme al bebé, para pedirme ayuda, para todo lo que pasaría. Y después, cuando se enterara su abuela, la voz cascada en el teléfono, gruñéndome que no éramos más que una maldita familia de madres solteras y después le daría la mitad de su jubilación a Maribel cuando fuera a visitarla.
Susana Giménez sacude su melena teñida.
–¿Vamos, bombona?
El adjetivo me pega un sopapo en la cara y me pongo en movimiento detrás de su pantalón apretado y su remera que no llega a tapar los rollos que le aparecen en la cintura. Carga con un bolso negro que tiene el cierre roto. Ahí adentro están los productos. Nuestro objetivo de ventas, dice ella, que debe tener más o menos mi edad, pero se mueve canchera tratando de aparentar una dudosa juventud.
Tenemos que cuidar nuestros objetivos de ventas, dice y se mete en una verdulería. Se pone a charlar con los empleados con familiaridad hasta que los convence de que detrás de las papas, nuestro bolso le pasará desapercibido al patrón. Saca unas cajitas del bolso y las mete en la cartera. Me alcanza una que tiene la foto desteñida de un reloj despertador. Les da un sonoro beso en la mejilla a los empleados y me dice:
–Vamos mami, cocodrilo que duerme es cartera. Tenemos que llegar antes que las otras chicas que son unas burras. Tuviste suerte que te tocara yo. Voy a enseñarte todo –dice, mientras me pasa la mano por el hombro.
La entrevista grupal había sido, sospechosamente, un éxito. Todos quedamos seleccionados. Anotaron nuestros nombres y teléfonos en un cuaderno y nos asignaron un experto en ventas para la capacitación. Salimos de la casa en tandas de a dos, con un bolso por pareja. El rengo que había visto a la entrada seguía a los saltos a su compañero.
–Una buena vendedora tiene que percibir la venta antes de realizarla. Visualizarla, ¿entendés? –dice entrecerrando los ojos–. Tenés que ser feroz. A las mosquitas muertas acá se las comen crudas. ¿Sabés las que vi quedarse en el camino o rogando en la sede para que les den otros productos? No, mi amor, todo se vende. Hay que ser vendedora de raza, como nosotras.
Me mira de arriba abajo, se queda un segundo con la vista en mis zapatos y empieza a caminar rápido, moviendo las caderas. Caminamos dos cuadras, doblamos a la izquierda.
–Es allá, ¿ves? Nuestro primer objetivo.
La escuela ocupa una manzana. No sé si van a dejarnos entrar, pero la portera, al verla, corre a abrirnos la puerta con una sonrisa.
–Mi amor –le grita Susana, arrastrando las palabras y colgándose del cuello para saludarla. Me presenta como la nueva promesa de ventas y rápidamente abre la cartera para ofrecerle el nuevo avance de la tecnología en relojes. Intercala las bondades del despertador chino con preguntas sobre la operación de flebitis de la portera. Guarda los billetes y me guiña un ojo.
–Vamos a la sala de maestras.
Se mueve con libertad entre los pasillos. Al verla entrar varias maestras se paran y se acercan preguntando qué les trae de nuevo. El reloj que se consigue en cualquier lado resulta un éxito. Mientras les entrega despertadores va preguntando por cada minúscula tragedia familiar en la vida de las maestras.
Me tironea de la cartera haciéndome un gesto con la cabeza para darme a entender que nos vamos.
–Tenemos que llegar a la fábrica de pastas antes de las once, mi vida. Si no perdemos el segundo objetivo. Estas maestritas con sus vidas miserables me deprimen.
Corremos por la avenida esquivando gente. Me distraigo un momento mirando una vidriera de ropa de bebés y cuando miro, me cuesta encontrarla entre la multitud. Avanzo entre carteras y madres arrastrando niños lo más rápido que me dan las piernas.
Tenés que amar tus productos, me dice cuando la alcanzo antes de que se meta en la agencia de lotería.
Avanzamos por una calle angosta. Todos son potenciales clientes. No hay que discriminar, dice mientras mira las puertas de las casas. Pienso que va a empezar a tocar timbres. Yo no veo ningún potencial cliente en la calle vacía.
–¿Tenés familia? –me pregunta de repente.
Digo un sí que sale apagado y corto. Ella me cuenta de su hija de quince años que es una maravilla en el colegio y de su hijo que gana todos los campeonatos de fútbol. Le respondo con letras sueltas, con admiración. No tengo ganas de contarle de Maribel, de mi mamá, de las camisas que plancho. Entonces le hago más preguntas para que ella las conteste.
Un repentino olor a asado me despierta el hambre y mi estómago gruñe. Ella se da vuelta para mirarme con un gesto de desaprobación y sigue el rastro del humo. En unas zancadas sube el montículo de arena que hay en la entrada de una obra. Se da vuelta para que la siga porque yo me quedo inmóvil en la vereda.
–Vamos. No hay tiempo que perder –dice metiéndose en la construcción.
Avanzo con cuidado de no meter el pie en algún agujero del contrapiso que están haciendo, hasta que se detiene en el medio de la obra y empieza gritar las bondades del reloj que se intercalan con el chisporroteo de la grasa en las brasas. Algunos obreros se empiezan a acercar. La miran fijo encandilados por su melena rubia y su pantalón apretado. Un par de hombres bajan de los andamios. En unos minutos, son muchos obreros los que nos rodean. Ella sigue hablando sin parar, les pasa el reloj por la cara. Los hombres siguen en silencio el recorrido de sus manos que ondulan. El sol me atonta y la humareda vuelve todo difuso. Ella se contonea moviendo la cadera y el pelo de un lado al otro.
Primero uno, y al instante, todos se ponen a revolver sus bolsillos y acercarle billetes. Con la venta del último reloj, me agarra del brazo y me susurra, vamos. Me arrastra a la salida, y me empuja para saltar la arena de la entrada. Me doy vuelta. Cincuenta hombres al unísono hacen sonar la alarma del reloj.
–Estos siempre me compran, los gronchos siempre gastan la plata en pavadas –dice mientras se revuelve el pelo.
Los pies me duelen. Nos encaminamos a la verdulería para buscar más productos.
–Ya más o menos viste como es la dinámica. Vos vas a ir armando tu cartera de clientes también. Mañana tenés que estar a las ocho en la sede de ventas –dice.
Trato de compensarle la sonrisa pero el cansancio me hace difícil simular entusiasmo.
–Si querés podes acompañarme un rato más. Ahora voy al Hospital de Clínicas. No sabés cómo compran. Es mi lugar favorito. A veces pienso que los más necesitados son los que me llenan la billetera. ¿Podés creer? Yo los veo y no lo creo. Una criatura en terapia y toda la familia te compra un relojito. Cosas de la vida.
Me quedo quieta en la puerta de la verdulería. Siento que me arden las plantas de los pies.
–Mi amor, tenés cara de cansada. Lo que vos necesitas es una crema stop age para disimular esas arruguitas.
La miro en silencio, mientras revuelve la cartera. Me alivia pensar que ya puedo volver a casa. Me esperan tres bolsas de camisas para planchar que tengo que entregar mañana. Maribel debe estar levantándose. Podría cocinarle algo de carne. Ahora tiene que alimentarse mejor. No hay mucho en la heladera, antes de llegar voy a pasar por la carnicería.
–Porque yo también trabajo para una línea de cosmética de alta gama, ¿sabés? Bueno, eso es aparte de nuestro trabajo, pero si querés te dejo un catálogo. No sabés lo genial que es la línea stop age. Yo las uso –dice.
Me obligo a sonreír y le digo que prefiero un despertador.