Texto: Yanina Rosenberg
Lectura: Flavia Pittella
Ilustración: Martina Trach
Apenas ve a Gordon correr hacia los jazmineros, Castor se arrodilla para ocultarse entre los arbustos de lavanda. Al avanzar y esquivar los bordes filosos de las piedras, Gordon no puede evitar los arañazos de las espigas. Elige para sentarse un lugar sin sombra, entre dos matas jóvenes, y levanta los brazos, los estira hasta dejarlos perpendiculares al cielo, cierra los ojos. Mantiene la postura mientras lo despeinan ráfagas de humedad que sacuden las hojas. Las fragancias que envuelven el estadio permiten adivinar la espesura del jardín, su diseño especial para el gran evento de hoy.
–¿Y Gordon? ¿Alguien lo ve?
Desde las tribunas nadie alcanza a ver a Gordon, pero todos lo creemos ya ubicado cuando suenan las alarmas y los paneles de vidrio empiezan a moverse. El clic de las juntas apaga todo murmullo. En la pantalla gigante, una cámara enfoca a Castor y su postura inaugural, mientras que otra cámara busca sin suerte la figura de Gordon.
–¿Es un genio del camuflaje o qué?
Con Ciela jugamos a buscar a Gordon entre los matorrales, algún rulo detrás de algún estambre, un parpadeo delatado por la tranquilidad de las ramas, hasta que los zumbidos, amplificados por los parlantes, nos obligan a taparnos los oídos y prestar atención a lo que está por ocurrir. En la pantalla ahora dividida en dos se ven unos brotes de jazmín que pretenden representar a Gordon, junto a la imagen de un Castor concentrado pero cuyos brazos empiezan a temblar. Algunos dicen que sus temblores son parte de la estrategia; otros, que demuestran su falta de resistencia, su inclinación hacia el fracaso. Quizás por eso las apuestas alimentan el seis a uno en su contra, porque Castor es débil y nadie quiere a los débiles.
–¿Gordon sigue escondido?
Gordon, lejos de estar camuflado, aparece de pronto junto al estanque de las dalias, acá mismo frente a nosotros. A través del vidrio empañado se lo ve algo difuso, pero no hay dudas de que es él, de que está desnudo, de que se arrastra con los codos, boca abajo, como en un entrenamiento militar. Ciela deja de taparse los oídos para darme un codazo y entonces yo también levanto la vista: en la pantalla gigante se mantiene, junto a la imagen de Castor, una estática de margaritas que, si no me equivoco, están del otro lado del estadio, a dos pasos de la cascada.
–¿Por qué no enfocan a Gordon? ¿Las cámaras no lo ven? ¿Nadie lo ve?
Todos en el estadio mantienen la mirada fija en Castor y sus temblores. Ciela y yo, en cambio, vemos a Gordon frotar su cuerpo contra el barro, claro y brillante con una textura similar a la de la arena que, al reflejar el sol, nos enceguece. En un momento vemos a Gordon girar el cuerpo, incorporarse como guiado por una lentitud zen y enseguida sentarse en una postura similar a la de Castor, con los brazos rectos hacia arriba, los ojos cerrados.
–¿Los demás siguen sin verlo?
Las cámaras no lo enfocan, y en la pantalla sigue firme la imagen de las margaritas aunque ahora, por un efecto de animación, giran en el sentido de las agujas del reloj. Y yo las miro hipnotizado mientras Ciela tantea mis piernas, busca mi mano, entrelaza nuestros dedos, se refugia, con las palmas bañadas de un sudor frío y pegajoso. Los nervios, pienso y la miro: está pálida como nunca, pero no alcanzo a preguntarle si se siente bien, si quiere un poco de agua, porque tuerce los labios en una repentina expresión de terror, y al seguir el hilo imaginario que sale de sus ojos termino en las manos de Gordon, que quiebra unas raíces antes de enterrar por completo un pequeño frasco de aceite.
–¿Acaso Gordon…? ¿Y las cámaras, la gente, nadie lo ve?
Ciela y yo volvemos a taparnos los oídos porque los zumbidos son otra vez insoportables. Y más intolerables se vuelven a medida que la nube se acerca a la zona de las lavandas, es decir a Gordon, a donde nosotros estamos sentados. Y aunque el vidrio nos protege, Ciela cierra los ojos. Yo me destapo un oído y la sacudo para que mire; un espectáculo así no se ve todos los días, le digo a pesar de que mi voz, entre tanto barullo, no se debe escuchar. Ella, algo temblorosa, asiente como si en verdad me hubiera escuchado; acerca su cuerpo al mío, apoya la cabeza en mi hombro, abre los ojos, mira las margaritas en la pantalla y a Gordon frente a nosotros.
–¿Por qué siguen sin enfocar a Gordon?
De cerca, la nube rebela un enjambre palpitante y vivaz. Algunas abejas chocan contra el vidrio, como dispuestas a revelar un mensaje en algún código secreto, mientras otras descienden y se posan sobre las espigas de lavanda, sobre sus flores, sobre la piel aceitosa de Gordon, a quien se ve tranquilo y confiado.
–¿Y Castor? ¿Qué se sabe de Castor?
En la pantalla gigante ya no se ven ni margaritas, ni dalias, sino a Castor y sólo a Castor que tiembla en un primerísimo primer plano. Aunque no se ve una sola abeja cerca suyo, Castor tiembla. Gordon, por el contrario, permanece inmóvil, sin temblar, sin parpadear, y creo que ni siquiera respira; sabe que apenas haga el más mínimo movimiento, será atacado por las abejas.
–¿Tiene miedo? ¿Gordon está quieto porque tiene miedo?
Minimización del dolor. Con que una sola abeja lo pique es más que suficiente, suficiente el sacrificio, suficiente el dolor, para lograr el objetivo. En los libros de Historia se habla de Orgullo Estratégico, un concepto que refiere el honor de haber sido elegido por más de una abeja, y funciona como indicador de buena fortuna. A mayor cantidad de picaduras, es decir a mayor cantidad de abejas dispuestas a dar la vida por el postulante, mayor fortuna. Pero mayor también el dolor, el sufrimiento, el riesgo a un shock anafiláctico, a perderlo todo por haber pretendido, justamente, quererlo todo.
–¿De verdad Gordon quiere tenerlo todo?
El momento exacto en que Gordon abre los ojos antes de sacudir la cabeza, los brazos, las piernas, sí es registrado en pantalla gigante. Cuando la nube de abejas cae entera sobre su cuerpo, Gordon se recuesta sobre las piedras, dispuesto a hacer lo que debe hacer, a resistir para consagrarse ganador. Por las gradas corren murmullos y expresiones de asombro; aplausos, abrazos de emoción. Ciela se pone de pie con urgencia, como si quisiera señalar o decir algo, y entonces yo también me levanto rápido para abrazarla, para que no cometa la estupidez de hablar o de señalar.
–¿Debería Gordon entrar en los libros de Historia a pesar de haber hecho lo que hizo?
La pantalla vuelve a dividir la imagen: de un lado, una alfombra de abejas que bulle sobre el cuerpo de Gordon; del otro, la imagen de un Castor que baja los brazos y se incorpora. Se lo ve saludar a las tribunas, sonriente y con una inédita confianza, mientras señala el único aguijón que tiene dolorosamente clavado en la ingle.
–¿Por qué Castor se siente un héroe si recibió tan sólo una picadura?
Ciela llora incluso cuando los ministros ingresan al jardín a retirar el cuerpo de Gordon, morado y con monstruosas deformidades, capaces de avivar las más absurdas teorías conspirativas. Algunos dirán que Castor ingresó al estadio con el aguijón ya clavado o escondido; otros, que fue Castor en persona quien cambió a las abejas de miel por otra especie más agresiva, tal vez africanizada. Pero la mayoría creerá que Castor es honesto, haber dejado a la vista sus temblores lo vuelve el súmmum de la honestidad. Por eso, cuando anuncian a Castor como el elegido, todos aplaudimos con sincera emoción. En especial Ciela, que nunca creyó que Castor fuera débil. Y lo cierto es que ya nadie cree que Castor sea débil, ahora todos quieren a Castor.