Texto: Pablo Mourier
Lectura: Laura Destéfanis
Ilustración: Carolina Torres
Tendida sobre la cama, miro hacia el techo con un solo ojo, el izquierdo lo mantengo cerrado. Cuido que el derecho esté bien abierto, el pulgar y el índice me ayudan a separar los párpados. De reojo veo a mi hermana: está arrodillada a mi lado, a la altura de la almohada. ¡Mirá!, escucho que dice, mientras pone su pañuelo blanco casi tocando mi nariz. Ahí se queda. Sé muy bien lo que significa esa cara: piensa que soy una exagerada. Me incorporo un poco, todavía no alcanzo a distinguir qué es eso que insiste en mostrarme. Y ahora sí, pero no nos pondremos de acuerdo: la pequeña mancha negra en el pañuelo no es una basurita, de eso estoy segura. No disimulo el asco que siento al verla, no importa lo diminuta que sea. Una larva es una larva, y estaba en mi ojo. La imagino reptando hasta agonizar, atrapada en un pliegue húmedo del párpado. Mi hermana dobla el pañuelo con desdén, y me lo da para que lo guarde en el cajón de la mesa de luz. Sabe perfectamente que no abro ese cajón desde hace meses. Tampoco los del armario, ni las cajas del tercer estante de la biblioteca; aprovecharían la más mínima oportunidad para salir de sus escondites. Mi hermana se ríe y dice algo sobre el desequilibrio emocional de las embarazadas. ¡No estoy embarazada!, grito, y me la saco de encima con un empujón. Ella sigue riéndose. La veo borrosa, no sé si las lágrimas son culpa de haber estado hurgando en el ojo, o por la furia que siento cuando empieza con lo del embarazo. Lo peor de todo es cuando saca el tema en la mesa, adelante de mamá. Lo hace a propósito, para que tenga que decirle que nunca estuve con alguien. Nunca. Yo se lo repito y es verdad. No sé si mamá lo cree, pero me mira con gesto severo y dice que tenemos que ir al médico. Lo dice, pero no hace nada para que vayamos, para mí que tiene miedo de enterarse. La espanta que pueda ser cierto, se le nota en la cara. Entonces, vuelvo a jurarle que soy virgen, esa es la parte que más disfruta mi hermana.
Todo empezó cuando desperté y el alacrán estaba ahí, sobre la almohada, con su cola curva, como dibujando un signo de interrogación sobre el lomo. No se movía, pero me miraba. De eso no tengo dudas, el alacrán había estado observándome desde antes de que yo despertara. Picar no me debe haber picado, porque si no en este momento estaría muerta, o casi muerta, delirando de fiebre por las toxinas del veneno. No me quejo, dentro de todo tuve suerte, pero muchas cosas queridas quedaron adentro de los cajones, eso me da lástima.
Me apoyo contra el respaldo de la cama. Tiemblo, me falta el aire, no comprendo cómo pudo haber pasado. Le pregunto a mi hermana si ella anduvo abriendo los cajones. Ella revolea los ojos con fastidio, pero no lo niega, eso me preocupa. Abro la boca y meto los dedos, el mayor y el índice. Los meto lo más adentro que puedo, hasta que no aguanto las arcadas. Entonces, descanso un momento, y después lo intento de nuevo. Esta vez la arcada es profunda, la lengua se aplasta y deja más espacio para que meta los dedos. Siento que rozan algo áspero, entonces me apuro a juntar el índice y el mayor, como formando una pinza. Así consigo atraparlo. Puedo sentir cómo se aferra con uñas y dientes a las paredes de mi garganta, está claro que no va a entregarse. Resiste, pero sé que vencerlo es cuestión de tiempo. Por fin se suelta y consigo arrastrarlo hasta la boca y los labios, para escupirlo sobre las sábanas. También escupo saliva con sangre. Mi hermana finge acomodar la ropa sobre una silla; me da la espalda, empecinada en no ver lo que es evidente. Escucho que pregunta si estoy vomitando, dice que ella tenía razón, que estoy embarazada. Yo lo veo moverse entre la flema, todavía con vida, pero agonizante. Descubro que le falta una pata. Entonces vuelvo a escupir y ahí está, retorcida y quebrada en varias partes. Recién entonces noto que estoy transpirando. Más que transpirando, estoy empapada, lo mismo que mi camisón y las sábanas. Le pido a mi hermana que me ayude, el dolor en el estómago se ha vuelto insoportable. No es el estómago, dice como si nada, rompiste bolsa. Yo la escucho y no la escucho, porque ahora las puntadas son más fuertes y el dolor hace que me retuerza. En ese momento ella se abalanza, mete las manos por debajo del camisón y en un solo movimiento me saca la bombacha. Es como si de pronto las dos supiéramos lo que tenemos que hacer. Me recuesto, recojo las piernas y las separo, las abro tanto como puedo. Hago fuerza, quiero que esto se termine. ¡Pujá!, escucho que grita, ¡Pujá! Hago fuerza una vez, y otra. El dolor me atraviesa. Por fin, siento como si algo se aflojara, y es un alivio. Lo primero que hago es buscar la mirada de mi hermana, que de pronto se ha puesto pálida y retrocede. Sus ojos, enormes, están fijos en un punto entre mis piernas. Veo que se tapa la boca con la mano, pero no la escucho. Es como si el grito quedara atravesado en su garganta.