Texto: Daniela Alcívar Bellolio
Lectura: Laura Leibiker
Ilustración: Gustavo Rodríguez
Los días soleados no les importa trabajar mandados en tierra de otro, pero la lluvia les arrebata hasta la posibilidad de servir y, cautivos del alero que gotea, pasan las horas contemplando en las nubes lo que las nubes no dejan ver.
Cynthia Rimsky
Larroque es un pueblo de Entre Ríos, pero ningún río pasa cerca de sus límites. Sus calles, asfaltadas hace mucho, están cubiertas por una arenilla inexplicable, que evoca inevitablemente al viento y a una playa que rehúsa su presencia para todos los que viven ahí.
El sol cae indiferente sobre los dos núcleos de actividad del pueblo: el cementerio y la estación de tren. Un cielo muy azul cubría todo el día en que fui.
Llegamos con la intención de filmar algunas escenas de un cortometraje. Descargamos los equipos en la estación y empezamos a trabajar.
Poco a poco, algunos lugareños iban acercándose, entre curiosos y aburridos, a averiguar qué hacíamos los capitalinos por ahí. Una veintena de personas, mujeres de entre cuarenta y cincuenta años y varios niños, permanecieron con nosotros. Yo noté que todos se parecían: grandes ojos verdes, cejas oscuras y pobladas, tez clara. Muchos compartían una renguera leve y los mismos dos o tres apellidos germanos, aunque afirmaban no tener parentesco alguno.
Cuando vieron cámaras, algunas de las mujeres se emocionaron: eran del grupo de teatro de Larroque. Nos señalaron un edificio blanco y cuadrado, de dos pisos, construido pocos años atrás: era el teatro del pueblo, lo había construido el municipio. Allí representaban sus obras una vez al año, a sala llena.
Fui a dar una vuelta: el edificio, de arquitectura oficinesca, estaba desierto. En las esquinas se acumulaba polvo, arena, hojas secas. Las paredes estaban desnudas, su color marfil no se interrumpía con nada. Unas veinte sillas blancas de plástico estaban apiladas ordenadamente en dos largas filas verticales contra uno de los muros. Era una construcción nueva y extraña, absolutamente ajena a cualquier diseño que pudiera relacionarse con un teatro o “centro cultural”, como también había dicho alguna de las mujeres, con legítimo orgullo.
El aire en el interior del edificio olía a persistencia, a quietud. Era evidente que nadie había abierto ninguna de las puertas ni las ventanas —todas de marco de aluminio negro y vidrios ahumados— en mucho tiempo, aunque la entrada no tenía seguro ni candado de ningún tipo. Me di una vuelta y no quise subir las escaleras hacia el segundo piso: era claro que arriba no encontraría más que una réplica de la planta baja. El mismo mutismo inexpugnable, la misma superficie sin secreto.
La estación de tren tiene su propio museo: dos habitaciones sombrías resguardan y exhiben en pedestales humildes o mesas bajas las posesiones más o menos antiguas que los larroquenses han donado. Sombreros, espadas, fustas, relicarios, joyeros, incluso collares o ajuares cuyo verdadero valor es difícil determinar, conforman un coro de fantasmas que permanecen, pacientes, en el interior fresco y oscuro de la pequeña casa que es la estación de tren. Algunos niños acompañaban nuestro recorrido breve por el museo comunitario, y a veces alguno decía: “Ese lo regaló mi mamá”, “Ese lo dio mi abuela”, y así. Las ventanas dejan ver el paisaje luminoso de lo que se extiende a espaldas de los rieles, pero iluminan pobremente el interior: una extensión soleada, desierta, hecha de calles polvorientas y casas bajas, con islotes de arbustos de un verde blancuzco, todo tostado por el sol y turbado por el polvo, vaciado de cualquier presencia por ser la hora de la siesta.
El equipo de fotografía instalaba un riel de travelling a lo largo del andén. Éramos todos principiantes en el cine, así que las tareas técnicas tardaban considerablemente. Mientras tanto, yo conversaba con algunos niños, les tomaba fotos por petición suya, escuchaba sus historias, todas modestas anécdotas de travesuras durante la hora de la siesta. Un joven se acercó con una cámara de video grande, probablemente de los años noventa; era el reportero del canal local de Larroque que venía a entrevistarnos sobre el cortometraje que estábamos filmando en su municipio. Los niños se emocionaban invariablemente ante la presencia de un aparato de registro cualquiera, y saludaban a la cámara mientras el director concedía la entrevista.
Una mujer estaba sentada del otro lado de las vías, en una banca entre ellas y la hilera de casas bajas que bordeaban los rieles, bajo un árbol. Había permanecido ahí todo el tiempo, mirando las labores de nuestro equipo con aspecto calmo y levemente distraído. Me contó que era del grupo de teatro, que la última obra que habían estrenado había salido excelente, unos cuantos meses atrás, y que había actuado junto a su hija antes de que muriera.
Su hija se había suicidado hacía apenas un par de meses. Una serie de enfermedades extrañas la habían decidido a hacerlo. La última de esas enfermedades (o, intuyo, el último y más extremo avatar de una larga enfermedad añejada desde el linaje por quién sabe cuántas generaciones) había causado que sus órganos internos se pegaran entre sí. Ante el diagnóstico, recibido en el Hospital Centenario de Gualeguaychú, y la perspectiva de una quinta o sexta cirugía, decidió ahorcarse en la sala de su casa, a la hora de la siesta.
“Siempre se matan a la hora de la siesta”, me dijo la mujer.
Y entonces me contó que unos años atrás (no especificó cuántos), su otro hijo se había suicidado, también a la hora de la siesta, en el salón de su casa, que era la de ella. Tenía diecinueve años. Le pregunté por qué lo había hecho, y me dijo que no sabía. Que no estaba enfermo, que no tenía problemas de ese tipo, y de ningún otro que ella supiera. Había llegado como desesperado, con los ojos desorbitados y un arma en la mano, diciendo que estaba harto y que se iba a matar. Luego se disparó en la cabeza frente a su madre.
La mujer se tocaba el cuello. Me mostró un collar simplón, hecho de piezas plásticas de colores chillones que tenía puesto: era una artesanía que su hija le había regalado muchos años antes, siendo apenas una adolescente. Le gustaba hacer ese tipo de cosas para pasar el tiempo.
Sobre la calle de las casas bajas que bordean los rieles, poblada a todo lo largo por flores de colores intensos, una procesión fúnebre, en fila larga y estrecha, y presidida por un ataúd austero, empezó a circular. El sol se colaba entre las hojas del árbol que nos daba sombra, y creaba zonas de luz y color en el rostro anguloso y el torso de la mujer que había perdido a sus dos hijos. Los grandes ojos verdes, fijos en un punto cualquiera, como recreando figuras en el aire, parecían haber sido relevados de su función de ver.
Era un sol diáfano de siesta. Yo vi a la mujer mirar la procesión y luego la escuché preguntarse, sin mucha curiosidad, quién sería el difunto.