Texto: Pablo Dema
Lectura: Conrado Geiger
Ilustración: Santiago Grunfeld
Los chicos llegan por la tarde montados de dos en dos en sus caballos mansos. Bajan de los cerros o de los ranchos cercanos a la ribera del río. Vienen silenciosos y taciturnos, armados con palos y hondas, algunos hasta traen cuchillos o sevillanas que les dieron los padres para defenderse.
Cuando llegan permanecen en silencio, reticentes y hoscos; recién cuando ya están todos, al cabo de un rato, cuentan. El animal ha vuelto a matar ganado anoche. Algunos han visto en el camino un reguero de sangre y a un animal (oveja, vaca, cordero) muerto a un costado; otros han oído desde sus camas el aullido filoso de la bestia hendiendo la noche.
Junto con los chicos vienen algunos padres. Han abandonado el arado, han suspendido la siembra, han interrumpido la construcción de corrales para salir a matar a la bestia que asola el ganado. Llevan palos, llevan escopetas, trampas, cuchillos. Forman grupos de rastrillaje para cubrir toda la zona. Por la noche, en el monte, brillarán las antorchas y los cañones dobles de las escopetas se izarán sobre los muslos de los jinetes que no quitarán sus dedos del gatillo. Ellos se mirarán en silencio y esa mirada será un persistente interrogante acerca del paradero del lobo.
Las mujeres han dejado sus casas y se han trasladado a los galpones comunitarios que funcionan como bases de operaciones. Allí los hombres que patrullan recobrarán fuerzas gracias a la comida que ellas preparen y descansarán en los lechos que les ofrezcan. Habrá grandes ollas de guiso, hogazas de pan horneado por la tarde, café, tabaco, ginebra para combatir el frío. Y estampada en los semblantes de las mujeres, tensionándolos, la pregunta por el lobo.
Pero ahora todavía es de tarde y, mientras los padres comienzan las primeras maniobras, los niños están en la escuela; al principio nadie habla, pero luego se van soltando. Algunos dicen haber visto a la bestia devorar las ovejas ante los perros guardianes que gemían de terror y se orinaban con el rabo perdido entre las patas. Cuando cuentan, bajan la vista. Los más pequeños apenas pueden contener el llanto. Entonces, yo comprendo que no hay clima de estudio, digo que ya es suficiente con lo que se ha dicho y dejo de lado la lección. En vez de enseñar, los reúno a todos, un montoncito tibio de puntos blancos. Así nos quedamos, haciendo tiempo y encerrados en la única aula de la escuela. El silencio de la espera es la marca inequívoca de un interrogante unánime acerca del paradero del lobo.
Me ofrezco a participar del rastrillaje cuando atardece y una patrulla pasa cerca de la escuela para dejarnos comida. Al salir a hablar con los hombres trabo la puerta. Les digo que quiero ir con ellos, alejarme de la escuela y de los niños. Pero los hombres dicen que no, que me quede con los chicos encerrado en el aula. Me aseguran que cazarán a la bestia antes del amanecer. No puede andar tan lejos, me dicen, pero esas palabras expresan más sorpresa ante la falta de huellas que seguridad en el hallazgo.
Obedezco, despido a los hombres y pongo el candado en la cadena de la tranquera que da al patio de la escuela. El sol es ya un recuerdo que la tierra retiene en forma de tibieza evanescente; la luna, en cambio, lo invade todo con su pesada liquidez plateada. Ya es imposible ponerse a resguardo de sus rayos. Entonces, alzo la cabeza al cielo y siento la luz de la luna como un velo en la cara fundiéndose sobre mi piel humana. Imagino a los niños en el aula, enfundados en sus guardapolvos blancos y acurrucados como un rebaño en torno de la estufa. Los imagino y siento que un apetito irrefrenable se desata, la saliva mana de las encías y barniza mis colmillos como puñales. Me arranco la ropa como si fuera de papel mientras siento que una pelambre oscura comienza a cubrir mi piel, me acurruco en el piso para recibir esa descarga de potencia inaudita y el dolor que llega con el fin de la metamorfosis. Alzo el hocico húmedo hacia la luna, venteando, y dejo floja la mandíbula mojada. Con un trotecito ansioso voy hasta la puerta que yo mismo trabé hace unos instantes; entonces, recuerdo la ventana, el vidrio faltante, el vaivén de la tela que hace las veces de cortina y, relamiéndome mientras tomo carrera, me dispongo a saltar.