Texto: Matías Alinovi
Lectura: Cecilia Bona
Ilustración: Pablo Zapata
Y sin embargo, he oído decir a algunas personas amputadas de brazos o piernas que les parecía a veces sentir dolor en la parte amputada, lo cual me hizo pensar que tampoco podía estar seguro de tener algún mal en mis miembros aunque sintiese dolor en ellos.
René Descartes, Meditaciones metafísicas
Un hospital público en San Diego. Wendy Sosa, treinta y nueve años, trabaja en el laboratorio de prostética, una sala amplia y alta cuyas reales dimensiones nadie conocerá nunca: como en las viejas tintorerías, como en los galpones camperos en los que se ponen a secar los chacinados, no hay acceso visible al cielo raso ni a la región más alta de las paredes altas. Un mundo de piernas, y brazos, y manos, y antebrazos, y muletas, y elementos ortopédicos insondables gravita suspendido como un cielo tormentoso, como un crecimiento repentino de cristales congelado en su expansión, como una lluvia de agujas detenida. Siempre amenazante, salvo para quien se acostumbra.
Es un cielo duro, de plástico y metal. Es un cielo metálico de plástico duro que fracasa en la aspiración del color inimitable: la carne humana. Una paleta viviente que quisiera reducirse a un tono único sin abandonar la pretensión de serlos todos. Una mentira ilusionada. Una ilusión mentirosa, repetida en cada consultorio por el mismo especialista (repetido): se encarga el miembro del color de la piel del paciente. He ahí, en el cielo monocorde, el resultado.
(Lo mismo ocurriría con un cielo encapotado por agregación de nubes grises de distinta densidad y altura pintado por un lápiz único: habríalo también ahí, en el dibujo monocorde, el resultado).
(Pero no hay que atender a lo que no es importante, a la insuficiencia anecdótica de la reproducción mecánica de miembros. Hay que decir más bien la verdad inscripta en aquel cielo ortopédico: la ilusión tiene un límite preciso. Y no es la muerte, repentina, misteriosa. Es el trabajo desgastante de la contingencia. Se puede querer vivir, sí, dicen los miembros, pero hay que saber que una de las posibilidades de la vida humana es la prótesis).
Wendy Sosa, entonces. Llega todos los días sobre las nueve de la mañana y se instala, con un café, en uno de los largos bancos de trabajo, profuso de herramientas y cepillos, de pequeños tornos limpiadores y pomadas, de tinturas y aun de desplegados muestrarios de ojos y narices. Wendy hace su trabajo: etiqueta, limpia, pinta, ajusta: restaura. Usa un delantal verde claro.
Un día siente alguna dificultad de movimiento en la pierna derecha que atribuye a la posición en que trabaja: sentada en una banqueta acaso demasiado alta. Ensaya algunas variantes, sin resultados apreciables. En casa se quita el pantalón azul del uniforme y se mira detenidamente en el espejo: unas islas incipientes y duras de un color genérico de piel se le insinúan en el muslo. Por alguna razón, Wendy no logra alarmarse. Los pocos años que lleva en el hospital le han enseñado a valorar de un modo distinto los procesos naturales de los cuerpos.
Las islas crecen, previsiblemente, y las dificultades para caminar aumentan, aunque Wendy nunca sienta dolor. Arrastra todas las mañanas su pierna cada vez más dura por los pasillos del hospital hasta el laboratorio de prostética. No hay nadie que no la conozca, y no hay nadie, sin embargo, que venga a preguntarle por esas dificultades nuevas. Opera allí una leve confusión generalizada por contigüidad: la condición de Wendy debe explicar el lugar donde trabaja. O acaso al revés, lo que es igual. Aunque uno nunca lo haya advertido antes.
Un día cualquiera, mientras está sentada en la banqueta alta, Wendy siente una liviandad del todo nueva: la pierna derecha, completamente rígida, se le ha desprendido del cuerpo. Se sienta en el piso y con leves movimientos de cadera la deja salir por la botamanga, sin quitarse el pantalón azul del uniforme. Ve aparecer entonces una pierna ortopédica algo más robusta de lo que habría imaginado y de un modelo que podría considerarse como nuevo. Antes de que alguien la vea se apura a colgarla del cielo de los miembros para poder continuar con su trabajo. Pero la tarde estará atravesada por una zozobra creciente que alcanzará el paroxismo de lo indisimulable en el momento en que, mientras limpia un brazo de niño, Wendy sienta que la obligan a levantar la vista hacia el lugar en que colgó su pierna, ahora sí, y por primera vez, muy alarmada: esa prótesis duele.