Texto: Gustavo Di Pace
Lectura: Martin Wullich
Ilustración: Carolina Pernet
Una América toda
asilo
de los dioses
todos,
con
lengua, tierra y
ríos
libres para todos.
Del epitafio de Domingo Faustino Sarmiento
El Hotel Cancha Sociedad se ha llenado de gente, y el aroma de los caldos artísticos del chef se cuela en las narices, hace olvidar el calor sofocante. Allí están los guaraníes mansos que soportaron sus pensamientos y, por último, su gratitud. La inminencia de la muerte los ha unido. A ellos y a él: el viejo, el loco. En medio de la muchedumbre, un fotógrafo lamenta su última fotografía. La del difunto. Es ya anécdota que la cama de hierro no era digna de eternidad. Por esta razón, la última foto se hizo con el sillón de lectura que, con esmero, el expresidente argentino acondicionó para su venida al Paraguay.
El fotógrafo está nervioso. La placa de vidrio le pesa, pero no se atrevió a dejarla en la habitación. Ya volverá por el resto de sus cosas cuando el bullicio se calme. Entre tanto, se pierde entre las habladurías de la plebe. En muy pocos hay dolor. Luego, el fotógrafo, que se llama Manuel San Martín, trata de salir del hotel. Se abre paso entre curiosos de varias latitudes y recuerda las cartas que la hija del muerto le ha mostrado. Cartas a los amigos Adolfo Saldías y José Posse. Cartas muy distintas a las que, en su momento, el viejo le había dirigido a Mitre. Recuerda en especial una:
Aquí he encontrado unos preciosos pajaritos bolivianos que cantan admirablemente, visten de caña y negro y duermen en cama tendida, que exigen limpia, y se tapan con la cubierta, bien tapados de manera que no se les ve sino la cabeza.
Y sigue recordando, él, Manuel San Martín, el fotógrafo que… ¿cómo pudo olvidarlo? Sí, era bromista el viejo. Mejor evocar sus chanzas. Ya en las afueras del Cancha Sociedad, sentado a la sombra de un naranjo, con el murmullo lejano teloneado por el canto de los pajaritos, el recuerdo le trae al fotógrafo otra imagen. Menos digna que aquella que la posteridad podrá conocer. Lo sabe y le duele, claro. En ella se ve a él mismo que ayuda, que hace fuerza para trasladar el cuerpo del viejo al sillón. Y hacen fuerza todos en la memoria. Ahí están García Merou, José Antonio Jurado, Sabino Morra y Narciso Acuña García. Y Juan, claro, el sirviente vascuence, que no para de llorar, pobrecito. También vuelve el sacerdote francés. El opaco ministro que el viejo no pidió cuando se le venía la muerte. Pero el viejo ya no sabrá que alguno de los suyos –¿quién habrá sido?– le desobedeció el deseo. Él quería una muerte digna.
¿Pero qué dignidad?, se pregunta en tono de maldición Manuel San Martín. Hace horas que la muerte trajo otra cosa. Bajo ese naranjo le pesa hasta el apellido, demasiado importante. Hasta el canto de los pajaritos ahí arriba en el cielo paraguayo le pesa. El gentío pasa, lo mira, pronto constatará su error. Tanto estudio y trabajo, tanto ojo adiestrado para que, después de esperar que aclarase para tener más luz y tomar la foto, se olvide de quitar la bacinilla.
Sí, la muerte trajo otra cosa y no es dignidad. Cuando el proceso de revelado se termine será aún peor. ¿Qué será de su carrera? ¿Y de sus pretensiones con María Luisa, la nieta del muerto?
El murmullo crece con el pasar de los minutos. Los pajaritos deberían cantar más fuerte. Y él debería buscar otro naranjo, más lejos, virgen de ciudad. Piensa en tirar la placa de vidrio. Su maldestino podría astillarse en la tierra seca, y a otra cosa, para que nadie vea la bacinilla, en el extremo izquierdo, al lado del cadáver. Pero algo lo impide. No sabe bien qué es. Solo sabe que es mejor volver por sus cosas. Manuel San Martín regresa al hotel y escucha de nuevo la inmensa unión de voces. Porque el Cancha Sociedad está más lleno que antes. Y los pajaritos entonados son tal vez los mismos que el viejo describía en su carta.
Algunos comentarios giran en torno al embalsamamiento del hombre: “Aquel cuerpo de pecho un tanto hundido, el mentón prominente, el labio inferior grueso que parecía volcarse con desprecio o con soberbia, los ojos oscuros, vivísimos, encendidos a pesar de la senectud”, como lo describió alguna vez Carlos Ibarguren.
Y él, Manuel San Martín, en una sucesión insoportable de imágenes recientes, vuelve a verla a ella, a María Luisa, velando al abuelo con esa altura de sentimientos, mientras constata que ha llegado la luz suficiente. Mientras ya sabe que no solo el embalsamado tolerará el paso del tiempo.
Atrás, en algún lugar del mito que nace, quedarán la Filosofía sintética de Spencer, los viajes en bote por el río Paraguay hasta la boca del Pilcomayo, el nutrido fuego a los caimanes tendidos en las playas cenagosas, las interminables siestas, los pupitres donados, la casa isotérmica, la estampa japonesa, Aurelia Vélez, el barril de vino de San Juan y la presidencia de los argentinos.
Ahora, solo quedará esa foto, la que él, Manuel San Martín, con el aval de los deudos, tomó unas horas antes de que llegara la multitud. Y con esa foto y ese olvido, dividirá otra vez las aguas. Volverán el amor, el odio, la sospecha. Porque los taleros con que se castiga a los niños y se cuelgan detrás de las puertas no son fotografiados. Ni las bacinillas.
Manuel San Martín ha violado el código. Él, que pretendía a María Luisa, legará al futuro la humanidad que nadie quiere mostrar. Qué dignidad, eso tiene que ver con la vida de algunos, no con la muerte, la exasperante demócrata. Si tuviera el coraje cobarde de dejar caer la placa de vidrio… Simular un accidente… ahí, en medio de la muchedumbre. Pero resuelve que es inútil, no quiere sumar otro error.
La bacinilla no debió estar allí, mucho menos en la placa de vidrio, se dice Manuel San Martín.
Quizás, él tampoco.