Texto: Elvira Navarro
Lectura: Silvana Vivas
Ilustración: María José Pita
1
Asocia el ferry con una nave espacial, y piensa que la forma de las ventanas es similar a los ojos compuestos de algunos insectos. Luego ve al personaje aún sin nombre diciéndose esto mientras recorre la cubierta. Es una mujer y trasmite una frialdad mesurada, tranquilizadora, razonable. Está haciendo cábalas sobre lo que observa, que también es frío: material blanco, sucio; un ligero olor a suela mojada, a sudor, a patatas fritas y a pescado.
Va a relatarse en tercera persona, como si fuera una extraña. Desea instalarse en ese aire de gelidez serena con el que se acaba de imaginar, que a su vez es el tono que quiere para su escrito. Le parece la mejor manera de ensayar su nuevo cerebro, de adelantarse a lo que va a sucederle.
El desaliento la lleva a buscar conversación.
Se dirige a una pareja de ancianos. No evita el temblor en el labio de abajo. Sospecha que han visto la pata que le cuelga de la oreja. Luego va a la cafetería. A su lado hay un cuarentón muy pálido y orondo, y siente ganas de contárselo. Se amarra el pelo en una cola y se mira en el espejo de la barra, entre las botellas: la oreja izquierda está más alta que la derecha. El hombre no lo advierte a pesar de que la diferencia de altura es notable. La oreja le pesa, y desde hace unas horas la carne ha empezado a tornarse rojiza.
2
Recuerda que hace un año estaba de visita en la ciudad de T. Después de que su guía les mostrase la catedral, fueron al malecón. La luz era suave y se mezclaba con la bruma. Debían de ser las primeras horas de la tarde y, aunque la primavera solo asomaba, daba la impresión de que se aproximaba un verano tórrido.
El guía los condujo a la muralla sur, junto a la playa. Ella se fijó en unos bañistas extranjeros que entraban al agua sin dejar de dar sorbos a sus latas de cerveza. Algunos habían trepado a las rocas del espigón, que bosquejaba un camino hasta un islote sobre el que se alzaba una fortaleza de color terroso; su horizontalidad la asemejaba a un pedazo de tierra flotando sobre el océano. Pero ella no vio un castillo militar ni un trozo de tierra, sino una excrecencia que brotaba de la ciudad.
3
Al fin desembarca. Ha llovido durante toda la travesía. Tarda más de una hora en pasar la aduana; los taxis, casi todos viejos Mercedes, huelen a cuero húmedo. Sube por las calles angostas de la medina, que evocan desfiladeros. Ha reservado habitación en un hotel que tuvo su esplendor hace más de un siglo. Parece que está muy cerca la noche, porque unas nubes de un gris violento acaparan el cielo, pero son solo las tres de la tarde.
Atraviesa un patio abierto hacia la bahía. El recepcionista mira sin disimulo su oreja. Le habla con un tono burlón.
El hotel está en penumbra. Su cuarto tiene dos camas, mantas zarrapastrosas, alfombras con aspecto de llevar colgadas en las paredes desde 1870, cuando se construyó el edificio. Solo el baño es nuevo.
Intenta escribir su historia. No va más allá de tomar unas notas famélicas. Las numera. Sale a la calle cuando la tormenta escampa y se mete en el zoco, donde ve a mujeres en grupo. Los tenderos les ofrecen pollos, garbanzos, cebollas. Los corderos, abiertos en canal, esparcen el olor áspero de la sangre por el pavimento sucio, lleno de restos de verduras, mugre y casquería.
Llega a la zona de las telas y el aceite de argán, y decide comprarse un pañuelo. Entra en uno de los puestos. Unos bustos sin pechos ni rasgos faciales presiden el escueto interior del comercio. Son maniquíes a medio hacer, que portan pañuelos de colores.
Quiere un hiyab negro. “Está casada con un musulmán”, dice el hombre. No es una pregunta, sino una afirmación. “Yo soy bereber”, añade. No le contesta y se coloca el pañuelo ante el bereber, quien ya se ha percatado de la extremidad. El hombre bromea con el comerciante de jabones de enfrente; ella no logra ponerse bien el hiyab y abandona el comercio sin regatear el precio.
Se va al hotel. Barrunta novelar lo ocurrido. Quiere dejar una explicación, un rastro de su proceso. Pero, ¿para qué?, se dice, si las simples palabras no bastan. Le cuesta sostener el lápiz, como si fuera esa tercera pata que le tira de la oreja la que lo agarra. Todo acontece demasiado rápido.
Durante la noche, frente a la bahía, se sorprende de la indiferencia que experimenta al contemplar las luces lejanas de la otra orilla, que se ven cristalinas porque la ferocidad de la tormenta ha disuelto la bruma. No siente nada, ni siquiera el miedo que cabría esperar ante la incertidumbre de los próximos días, o quizás meses. No sabe lo que va a durar su transformación. Pero lo que más la asombra es que, incluso cuando evoca a los suyos, es como si esas gentes formaran parte del recuerdo de otra persona.
4
Se despierta a las once de la mañana. Nota la oreja pesada y dolorida; al moverse, oye un crujido. La repulsión enseguida es desplazada por una presencia nítida de las cosas, que brillan más y tienen una textura rugosa, móvil, tal que si estuvieran cubiertas de una capa abigarrada de insectos. La silla huele distinto que la alfombra. Reconoce: pólvora, pelo de gato, ébano, taray, caspa, opio y estricnina.
La pata cuelga por debajo de su pecho. Ha crecido más de un palmo y le han salido unos dedos con unas pequeñas bocas, que se mueven como arañas. Al sentarse en el escritorio, ante sus famélicas notas numeradas, los dedos agarran un bolígrafo. La extremidad crepita; la cubre un barniz viscoso. No se atreve a tocarla. Su lóbulo luce rojo; la sangre se le acumula en los capilares. Ve que, junto a sus anotaciones, hay unos garabatos hacia los que se dirige su nueva extremidad con el boli apretado entre sus dedos. La pata los continúa. Ella trata de entender algo de lo que escribe con ritmo furioso y concentrado, y cuando le arranca el boli, la pata forcejea. Se resiste aún más al atarla a su pelo con varias gomas. El gemido de los dedos se torna en bisbiseo frenético, y la extremidad le golpea la espalda, aunque no con demasiada convicción. Luego se queda tranquila. Siente su relajo desparramándose sobre el costado. ¿Y si se la cortara?
Revisa el móvil. ¿Por qué no llamar a su madre y contárselo todo? ¿Para qué esas anotaciones numeradas e incomprensibles? Imagina a su extremidad, ya gigante, arrastrándose hasta la oficina de correos e introduciendo sus notas en un sobre. Asimismo, imagina a su madre, ojerosa, ante esas notas doblemente ininteligibles por estar sazonadas con los garabatos de la pata.
Se sienta de nuevo en el escritorio. Las flores y los motivos geométricos de las alfombras que cubren las paredes la hipnotizan. Parecen moverse, aunque son los ácaros quienes se desplazan por las hebras de tejido viejo y mohoso. Escucha ese ejército mudo, distingue los matices de su movimiento. Los ácaros brincan, se paran, corretean por las finísimas fibras como ratas diminutas, como piojos por una cabellera larga. Hay polvo de hace setenta, cien años, en esas alfombras que a sus ojos ya no son descoloridas. Hay también partículas microscópicas que antaño fueron arena del desierto. Late algo tan antiguo que ni siquiera puede nombrarse.
Al día siguiente la pata es diez centímetros más larga. Le resulta imposible amarrarla y decide ir a la tienda de los pañuelos. En la calle, el mundo irradia luminosidad. La pata se balancea, como si también disfrutase de la alegre mañana, y los transeúntes miran ese bulto envuelto en una indumentaria que no es ni occidental ni árabe.
—Quiero tres pañuelos —dice en mal francés.
Los maniquíes son más reales que el tendero, ante quien no esconde la pata. El hombre palidece cuando ve cómo la extremidad extiende hacia él, con cierta timidez, sus tres dedos. Sale del comercio dando gritos. Ella corre detrás; no quiere asustarle, sino pagar los hiyab, aunque a la mitad de su carrera se olvida de por qué persigue a ese hombre. De repente, se le antoja una presa. El árabe es delgado, parece un galgo. Pero ella corre más deprisa.