Texto: Juan Villoro
Lectura: Nicolás Hochman
Ilustración: Kalil Llamazares
Mi Amigo vive en un país lejano. Lo menciono con mayúscula porque le tengo más respeto que confianza. Es un modelo a seguir, entre otras cosas porque no se considera un modelo ni un maestro. Pertenece a esa legión de veteranos de la literatura y del periodismo que poco a poco se confunden con la atmósfera; ha repartido sus opiniones en tal forma que algunos saben lo que piensa sin haberlo leído y otros lo leen con el afán de que al fin diga lo que ellos piensan.
Le pedí permiso para acompañarlo durante una semana. Quería saber cómo escribe artículos en una sociedad polarizada.
–Te enterarás de muy poco –dijo con sequedad.
Sus vecinos lo conocen bien. La señora del Primero dejó de hablarle porque escribió un texto sobre una mujer tan amargada que cuando fue al banco pensaron que depositaría un rencor. Aunque él se inspiró en otra persona, ella se sintió retratada.
En la Planta Baja vive un joven que aprendió a leer con los cuentos infantiles de mi Amigo. Le tiene cariño por eso, pero no está de acuerdo con sus artículos políticos.
En el piso Superior vive una chica que da clases en una primaria donde lee los cuentos de mi Amigo. Le tiene cariño por eso, pero tampoco está de acuerdo con sus artículos políticos.
Las opiniones de su tierra se han dividido en forma irreconciliable. Unos quieren que se convierta en un nuevo país y otros, que vuelva a ser el país que ya dejó de ser. El joven pertenece a un bando y la chica al otro. Mi Amigo los ha observado en detalle. Sabe que el joven ayuda a la chica a meter la bicicleta al edificio sin dirigirle la palabra, con la superioridad de quien auxilia a alguien débil, y que ella le señala alguna mancha en la ropa para que no salga así a la calle, con la superioridad de quien auxilia a alguien desaliñado. Piensan tan distinto que incluso la buena convivencia se ha convertido para ellos en una forma de la crítica.
Mi Amigo vive a mitad del edificio y opina lo siguiente: “La verdad es el hueco entre dos sillas”. Unos lo consideran Conservador; otros, Radical. Se mantiene bastante fiel a sus ideas, pero como la percepción de la gente cambia mucho, los que antes lo juzgaron Conservador ahora lo acusan de Radical.
Él vive en compañía de un gato que puede ser Conservador o Radical. Según el caso, se orina dentro o fuera del arenero.
Una tarde lo acompañé en su ronda para “pescar ideas”. Antes de salir se puso los zapatos que más le aprietan:
–La incomodidad ayuda a estar atento –explicó.
En la calle unos lo vieron con el asombro de atestiguar que una leyenda sigue viva y otros, con la indiferencia que se concede a un lugar común. Él mantenía la mano en su bolsillo derecho, donde movía los dedos. Le pregunté qué llevaba ahí y sacó tres garbanzos:
–El hombre piensa porque tiene manos –citó a un clásico, y añadió algo de su cosecha–: Hay que distraer las manos para pensar en otra cosa.
Me explicó que las ideas que buscaba en las caminatas no dependían de lo que tenía a la vista, sino de los cabos sueltos que había dejado en su departamento. Mientras nos movíamos, el artículo maduraba en su escritorio.
Hace poco escribió un “Elogio de la azotea” que tuvo una consecuencia interesante. El joven de la Planta Baja subió por primera vez al techo sembrado de antenas. Ahí se topó con la chica del Superior, que fuma en ese sitio mientras mira atardeceres. Poco después, mi Amigo publicó un “Elogio del sótano”. En ese espacio, el joven de la Planta Baja ha improvisado una cava. Después de leer la columna de mi Amigo, la chica del Superior quiso conocer el vientre secreto del inmueble y se quedó atrapada. Fue liberada por el joven que llegaba con una botella de tempranillo (la descorchó de inmediato para mitigar el susto de la chica).
Durante mi estancia, el Amigo impartió una conferencia en el Ateneo de la ciudad sobre “Ajedrez y literatura”. Sus conocimientos del deporte-ciencia le acarrean admiraciones, pero también denuestos. Cuando alguien no está de acuerdo con sus ideas políticas, le grita “¡ajedrecista!”, como si se tratara de un insulto.
En su charla, mi Amigo reprodujo de memoria célebres partidas y habló con autoridad de Nabokov, Zweig y otros autores afectos a los sesenta y cuatro escaques. Luego vinieron las preguntas y nadie se refirió a lo que había dicho. Un par de reporteros quisieron saber qué pensaba del estado de la nación. Él ponderó las dos posturas que sueñan países distintos y encontró virtudes y defectos en ambas. Al día siguiente, un periódico dijo que le daba miedo el cambio y otro que quería desesperadamente un cambio. En la calle volvieron a gritarle “¡ajedrecista!”.
Por la noche fuimos a una tertulia con sus amigos de toda la vida, unos sordos, otros distraídos, la mayoría resfriados. Ninguno le preguntó por sus ideas y eso pareció sentarle bien.
Mi Amigo no usa elevador porque detesta “las cajas que se mueven”. El miércoles coincidimos en la escalera con el joven de la Planta Baja, que venía de la azotea y lamentó las declaraciones de mi Amigo, leídas en un diario que detesta:
–Prefiero que escriba de la azotea –comentó.
El jueves, la chica del Superior, que sostenía el periódico rival, dijo con una amable sonrisa:
–Usted es incorregible –luego agradeció que hubiera escrito del sótano.
Esa tarde, el joven de la Planta Baja y la chica del Superior regresaron juntos al edificio, con una bolsa en la que el cuello de una botella despuntaba entre cuatro tomates.
Poco después, mi Amigo concluyó su columna semanal. Lo había visto en acción sin entender su trabajo. Sin embargo, cuando le pregunté de qué trataba su artículo, no me sorprendió que respondiera:
–Del hueco entre dos sillas, el mejor lugar de encuentro.
Destapó una botella y abrió la ventana que da al balcón. Entonces oímos los inconfundibles murmullos de dos cuerpos que se unen.
Alzó su copa y brindó de un modo extraño:
–Mi artículo.
La noche caía sobre el país dividido.
Mientras tanto, un cuerpo afinaba los sonidos de otro cuerpo.