Texto: Tomás Schuliaquer
Lectura: Carlos Borrego
Ilustración: Mario Kirk
La música a todo lo que da.
El ritmo frenético de un baile sin parar.
Yo hago mis pasos, me tomo todo lo que hay.
Se me acerca Lucía y le digo chau.
Ella dice que me quería saludar.
Los dos nos reímos, no podemos más.
Me grita al oído si lo vi a Juan.
Le digo que creo que no viene ya.
Se sorprende y me dice que dónde está.
Me doy cuenta de que metí la pata y quiero zafar.
“Vino a la previa pero se sentía mal”.
No se la traga, pone cara de lo voy a matar.
En el tumulto veo un hueco y me puedo rajar.
Me alejo a paso lento de la música, mi cabeza tambalea de un lado a otro y con los codos corro a la gente que no escucha mi pedido de permiso. Permiso, permiso che, permiso concha de la lora. Desde el patio las luces se ven como círculos difusos, violetas, verdes, amarillos que se reflejan en la ropa de todos los que bailan, y ellos mueven los brazos y saltan, y las luces acompañan su movimiento, como si formaran parte de su cuerpo, porque esta noche las luces bailan, como si se movieran, como si el boludo que pasa música también pudiera controlar la luz. ¿Vos manejás la luz, también, pelotudo? Es explotación laboral, gil. Gritos eufóricos, sonrisas, yo miro ahora mis zapatillas rojas de lona pisoteadas por los otros, mis piernas sin tanta flexión, intento esquivar y atravesar los muros de gente, y más gente, y yo nunca fui amante de las multitudes porque siempre me pierdo, y después estoy solo y no sé qué hago, porque de tantos no conozco a ninguno, y todos saltamos y gritamos de euforia sin pensar que otros quizás no quieren más que respirar un poco de aire y tomar una cerveza. Déjenme salir, la puta que lo parió.
Lo de adentro ya no importa. Soy patio. Una planta. Baldosas blancas y negras, sucias de alcohol y ceniza. Pared de cemento. Olor a pucho. Miles de vasos de plástico tirados en el piso, rotos. El patio es mi lugar. Nuestro lugar. El de los gordos. De los gordos y los fumones. Pero casi todos los fumones somos gordos. El pucho es adictivo. La comida es adictiva. Todos los gordos y fumones venimos al patio porque adentro ni se puede respirar. Ahí adentro falta el aire.
Llamo a Juan. Me atiende y dice que seguro Paula le tira onda, que ya hablaron para volver juntos. Le digo que hablé con Lucía y me corta. Después pienso que si a él le chupa un huevo, a mí también. Me chupa un huevo, papá. Pido un pucho. Me dan un Gitanes. Nunca sé qué hacer cuando me dan un Gitanes, un Camel o un Parisien. Ninguno de los tres los puedo fumar, pero tampoco para quedar como un malagradecido, y menos con alguien del gremio. Del gremio de los gordos y los fumones, de mi gremio, aunque yo no fume tanto, pero sí que soy gordo. No obeso que desayuna huevo frito con salchicha, más bien gordo que mete doble almuerzo. Agarro el Gitanes y digo gracias. Lo prendo y le doy tres secas. Esto es un asco, hermano. Me fijo que mi compañero gordo y fumón no mira, y lo tiro al piso. Después lo aplasto hasta apagarlo y veo todas las colillas. En la pequeña franja que hay entre una baldosa y otra, colillas. Naranjas, amarillentas, blancas, grises. Todas colillas aplastadas, sucias, como el piso, que está sucio ya no sólo de ceniza y alcohol, también de colillas. De nuestras colillas. Que agradezcan que ahí no venden hamburguesas, si no además se lo ensuciaríamos de servilletas. De servilletas con mayonesa y ketchup, porque si no ponen un tacho que se jodan, ¿qué se creen que somos?, gordos que se comen su propia colilla o qué carajo. Pongan un tacho de basura, caretas del orto. Tengan respeto.
Me quedé con ganas de fumar y de descansar, pero me aburro solo. Por eso pienso que lo mejor es volver a entrar y encontrar a Joaco o Claudio, esos flacos tomapastillas que bailan como unos hijos de puta. Ustedes bailan como unos hijos de puta. Y yo que desde que mezclé MD con ron y tuve un paro que por poco no la cuento, la pasé tres días casi muerto en el hospital, ya nunca más voy a tomar pastillas. No por cagón, eh; no. Cagona tu vieja. Pero qué mierda, quiero tomar alcohol; no hay nada más rico que una buena birra o un fernet helado, un cuba libre con mucho limón. Sí, limón. Si le ponés lima sos un puto. Por eso ni en pedo vuelvo a la pasti. El alcohol es cierto que en un momento te la baja y después de seis horas de escabiar sin parar no te podés mover, por eso ahora yo no bailo. Por eso yo no soy luces de colores en mi cuerpo, por eso yo no soy un grito que se escucha a pesar de todos los otros ruidos fulminantes, por eso yo no soy un pibe que está besando a una mina. No soy un careta como todos ustedes. Sí soy patio. Y gordo fumón.
Adentro estoy otra vez.
Voy a la barra a comprar un fernet.
Le digo si tiene cambio de cien.
Me dice que sale noventa y tres.
Le pregunto si lo hizo Benedicto XVI.
Me mira con cara de pibe qué hacés.
Le digo que nada, que quiero un fernet.
Me dice mejor, acá lo tenés.
Le doy un trago y pienso ya fue.
Veo a María, la amiga de Pei.
Estuvo bueno cuando me la garché.
Pienso que ojalá se me dé otra vez.
Ella me vio y yo la esquivé.
Fue un instinto, no entiendo por qué.
Digo la puta y me bajo el fernet.
Me quedo pensando en aquella vez.
Ella muy puta, me quiso comer.
En su boca la leche quería tener.
Yo enganchado esa vez me quedé.
Y ahora me mira, me quiere coger.
Me doy vuelta, instinto, no puedo saber.
Vuelvo a la barra que antes dejé.
Señalo el vaso y digo otra vez.
Por suerte no hay cola, eso pensé.
Qué bronca tengo por ser como ser.
Voy a ir al patio con este fernet.
El patio y la planta, el cielo ahora un poco nublado y clareando, que se hace de día, que ya hay que irse a dormir porque la noche termina. Ya hay más gente afuera, todos con campera, quizás porque hay menos gente adentro y muchos también se van por decisión propia, o arrastrados por el cansancio, por la necesidad de dormir. Todos amargos cagones. Pido otro cigarrillo y esta vez es un Marlboro, le digo gracias al pibe que me lo da, le agradezco no por convidarme, más bien por no fumar Gitanes, ni Parisien, ni Camel. Él sonríe, pero yo me doy cuenta de que me quiere sacar de encima, porque quizás no le emociona tanto mi historia, la posibilidad de poder disfrutar un buen cigarrillo con un buen vaso de fernet después de haber pasado vergüenza con una mina que me quería volver a coger, aunque más vergüenza conmigo mismo por haber reaccionado como un cagón casi sin darme cuenta. Yo igual le doy un abrazo y le agradezco y al oído le digo que yo sé que él me entiende, que yo sé que él me entiende porque yo lo entiendo a él, porque entre gordos y fumones no hay secretos, papá.