Texto: Fernando Chulak
Lectura: Pablo Gandolfo
Ilustración: José Villamayor
En el camino mamá me había hablado sin parar de Gustavo. En la semana no. Si me dejaba en casa de tía Norma y yo le preguntaba si era para salir con ése, mamá se hacía la distraída y cambiaba de tema. O como mucho me decía: no es “´ése”, tiene nombre. Pero no lo nombraba.
Yo vine sentado al lado de ella, revisando las cosas que había en la guantera y ella dale que te dale con Gustavo. Que me va a caer bien. Que es simpático. Que tiene sobrinos. Que le cae bien a todo el mundo. Y cuando llegamos lo primero que hizo Gustavo fue mostrarme su auto. Abrió el capó y me habló una hora de la nafta. Que el Torino 1971 te consume un montón, que apretás el pedal y ya tiraste un litro, y que sé yo qué más. Si se va a quejar tanto no sé para que se lo compró.
De colección, me dijo. De colección es mi bolsa de bolitas, le respondí, eso es un auto, es para ir y volver, nada más. Y qué iba a hacer yo. Más vale que el auto está buenísimo, pero mirá si se lo voy a decir. Así que el tipo empezó de vuelta. Que las partes son casi todas originales, que el caño de escape es doble, que las gomas no sé qué cosa. Y yo abrí mi bolsa de bolitas y le dije: mirá, tengo lecheras, pininas, ojos de gato, aceritos, japonesas y bolones; eso es un auto, nada más.
Mamá miró a Gustavo y le hizo un gesto como si le pidiera perdón y él señaló para donde estaba la pileta y me dijo: si querés podemos tirar cosas en la pile y las buceamos en lo hondo. Pero él no se metió. No, se quedó afuera haciendo el asado. Tiró unas llaves y dos piedritas al agua y ni se fijó si se hundían.
Yo tenía la malla puesta, me había sacado la remera y todo, pero ni loco me metía en el agua. Encima ahora él se sacaba la remera porque decía que estaba muerto de calor. Mentira. Quería mostrar que tenía todo el pecho lleno de pelos y una cadenita, y yo no tenía nada, ni un colgante con el escudo de Racing, apenas un tatuaje de chicle Bazooka que me hizo sentir un tonto y que me borré con saliva antes de que alguien lo viera.
Alrededor de la parrilla, sentados en reposeras o en la mesa, ya había como quince personas. Así que yo me puse a un costado del patio, donde no había pasto, había baldosas, y saqué las bolitas. No llegué a preparar el primer tiro que ya lo tenía a Gustavo atrás y me preguntaba cómo era la cosa. ¿Qué cosa? ¿Acaso no sabía jugar a las bolitas? Todos saben. Así que ni le respondí.
Lo perdí de vista hasta que al rato volvió con dos jarras de vidrio enormes. Avisó que había clericó, y lo avisó a los gritos, que si yo hubiera gritado así mamá me raja la cara de un cachetazo. A él no. A él le acarició la espalda y le puso el vaso para que le sirva. Los quince tenían el vaso lleno y a mí ni pelota. Mejor.
La tía Norma me había dicho que mamá estaba embobada. Pero que tenía miedo. No sé miedo de qué. Embobada seguro. Esa noche con la tía nos vimos una peli de tiros y discutimos durante una hora qué era mejor, si ser ladrón o policía. Yo al principio dije que policía, porque te daban pistolas y esas placas doradas. Ella me dijo que si eras ladrón la placa te la podías falsificar. Ahí yo me arrepentí y pedí cambiar. Así podría hacer lo que se me cantaba. Ella me dijo que si eras ladrón no podías confiar en nadie, ni en tus amigos. No supe qué decirle.
Trajeron otra jarra con clericó. Esta vez Gustavo estaba con la parrilla así que la trajo otro, que cuando llegamos me dijo el nombre y yo ni lo escuché. Mamá pidió, pero como antes le sirvieron a otros, ella se puso a pescar con una cucharita las frutas en el fondo del vaso. Las cosas que había tirado Gustavo a la pileta todavía estaban ahí. Nadie se fijaba. Yo podría haber tirado una reposera que ni se iban a dar cuenta.
De la bolsa de bolitas saqué el bolón. Me lo puse arriba de la uña del dedo gordo, como a punto de tirar. Pero no apuntaba a la pared. Directo a la cabeza de Gustavo. Mamá se tomó de un trago su clericó y ya pedía otro. Al lado de la parrilla había una caja de fósforos. Me hubiera gustado encender uno y acercarlo al bolón, que saliera disparado como esas bolas de cañón que usaban los piratas y que iban de barco a barco. Sólo que yo quería hundir a Gustavo. Sí, hundirlo, eso era lo que quería. Pum. Y al fondo de la pileta.
Mamá se reía como una boba. Pero no vi ni escuché nada que fuera gracioso. Por lo menos se reía. Y a mí me gusta cuando se ríe. Algo así era lo que me había dicho la tía Norma, cuando yo le pregunté por este Gustavo. Que la hacía reír. Y que es bueno tener un hombre cerca. Cerca o en la casa, dijo. Yo entonces pensé que en casa había varias cosas rotas, una ventana que cerraba mal, la canilla que goteaba y así. Mamá le pedía a Tito, el portero, pero Tito siempre tenía algo mejor para hacer. No sé, quizás Gustavo pueda. No sé.
Esa noche después de la peli de tiros empezó un programa malísimo, de política. La tía me dijo que la esperara un minuto, que se iba a hacer un té. Mientras, yo me fui abajo de la mesa y saqué la bolsa de bolitas. Cuando volvió yo trataba de pegarle a un acerito con una lechera. La tía no se rio cuando le dije que la lechera que yo tenía en la mano era parecida a la pastilla que ella tenía en la suya. Se la tomó rápido. Al poco tiempo se quedó dormida, así que aproveché para sacarle el control remoto y poner algo mejor.
Acá al fin alguien se tiró a la pileta, pero fue una señora. No vi cuando se tiró, capaz que la tiró alguien como chiste porque afuera todos se reían y ella tenía puesto un vestido blanco que, con el agua, se le notaba la malla que tenía abajo. Bueno, no sólo la malla. Pero no miré. Juro que no miré. El novio la ayudó a salir del agua y ella lo abrazó y lo mojó todo también.
Alguien gritó: más clericó traigan. Y fueron a buscar dos jarras. Gustavo dijo que el fuego ya estaba listo así que iba a poner la carne, que ahora sólo había que esperar. Eso no lo entendí. Hacía un montón que jugaba con el fuego y recién ahora se le ocurría poner la carne.
El también se tomó un vaso de clericó y le alcanzó otro a mamá. Después le dijo algo en el oído y ella bajó la vista. Mamá me dijo que se iba a poner la malla, que ya volvía. Entonces me quedé solo. Bueno, solo no, había un montón de gente, pero era lo mismo. Hablaban entre ellos o tomaban sol.
Mamá había dejado sus cosas en la reposera. Me fijé en su cartera si había traído algún otro juego para mí. Nada, puras pavadas de mujer. También había dejado su vaso de clericó. Estaba vacío pero todavía tenía una naranja que, se ve, no había podido pescar. En el resto de los vasos, que también ya estaban vacíos, había más frutas. Pero todos habían dejado las naranjas. O mandarinas, siempre me las confundo.
Me acuerdo que en su casa a la tía Norma también le había revisado la cartera. Aunque fue distinto. Me parece que eran naranjas las del vaso porque las mandarinas tienen más pellejito. La tía guardaba en la cartera un montón de cosas rarísimas. Había estampitas, flores muertas y aplastadas, globos, más pastillas como la lechera, maquillaje, medias y una agenda con un montón de cosas anotadas.
Me acerqué a la parrilla. Ni fuego había. Sólo carbón prendido. A-bu-rri-dí-si-mo. Y lo peor de todo es que dentro de un rato alguno iba a gritar “un aplauso para el asador” y todos iban a aplaudir como tarados, mientras Gustavo ponía cara de “no hace falta, en serio, no hace falta”. Algunas manzanas también había, aunque casi todas naranjas en los vasos. Junté saliva como si tuviera un chicle. Mastiqué el chicle que no tenía para juntar más y más saliva y cuando tuve la boca llena: pum. Pero el carbón no se apagó.
En la pileta, recién en ese momento se terminaba de hundir el llavero que había tirado Gustavo. No sé de dónde eran esas llaves, pero a nadie le importó. Ya las iban a tener que buscar cuando alguno se quisiera ir. No sé por qué dejaron las naranjas. En la agenda, la tía Norma ponía al lado de cada nombre una aclaración: trabajo, boliche, gimnasio y así. De mamá no decía nada. ¡De una decía “loca”! Cuando me acordé tuve que disimular la risa para que nadie me preguntara.
Ahora que Gustavo no estaba, podía ir a ver el auto. Me encerré en el garaje. No podía negarlo: el auto era lindísimo. Azul, todo brilloso, las ruedas enormes. Quise entrar para sentarme y agarrar el volante, o ver hasta cuánto marcaba el velocímetro, pero estaba cerrado. Así que se me ocurrió: desenrosqué la tapa de donde se carga nafta y miré adentro. No se veía nada. Todo oscuro. Junté saliva. Mucha más que la escupí al carbón. Y pum: adentro.
Primero me reí solo. No tenía con quién compartirlo pero me hizo sentir bien igual. Después me volví a aburrir. No pasaba nada. Así que de mi bolsa de bolitas saqué la pinina. Había que sacrificar una, cualquiera. Si me ponía a elegir capaz que tardaba mil años y me descubrían. Le tocó a esa.
Tenía que hacerlo rápido, antes de que llegara algún grande. Al otro lado de la pared había ruidos. Creo que era el baño, porque había como una ventanita chiquita de esas que se ponen para que salga el vapor de la ducha. Golpes como toc-toc-toc. Y voces. Había que apurarse, así que no lo pensé más. Solté la pinina, que bajó por el tubo y se fue. Y después dos, tres ojos de gato, que son las que más tenía. Listo. A otra cosa. A esperar que Gustavo prendiera el auto.
Al lado seguía el toc-toc-toc. Me subí a un banquito. Casi me caigo. En puntas de pie pude asomarme a la ventana. Y ahí estaba mamá, la cara le rebotaba de lleno contra la pared. Toc-toc-toc. Era lo único que se le veía desde ahí. Y ella no veía nada porque tenía los ojos cerrados. La frente contra los azulejos. Toc-toc-toc.
Respiraba fuerte. Y a veces gritaba, aunque en voz baja. O algo así. Gritaba como cuando el agua de la ducha está muy caliente y quema, pero igual metés el pie, de a poco. O como cuando te cortás con un papel, que no sabés si duele o arde o qué. No sé, así. Y toc-toc-toc.
– ¿Mamá?
– La puta que lo parió – esa voz era la de Gustavo.
En un mismo momento mamá abrió los ojos, dejó de darse la cabeza contra la pared y me miró rarísimo. Iba a decirle algo, no sé qué, pedirle perdón me parece, y justo se me dio por eructar, al banquito se le dio por correrse y yo me fui para abajo.
Chau ventana. Chau mamá. Hola Torino. Hola chichón. Las bolitas rebotaban por todos lados, los aceritos más que ninguna. Los ojos de gato reflejaban la luz y las japonesas se metían entre el piso y mi espalda. Se movía todo y las bolitas bailaban a mí alrededor. Mamá no aparecía por ningún lado. Agarré fuerte la bolsa, creo que vacía de bolitas. Y lo último que me acuerdo es que el que estaba en el baño ahora era yo, Gustavo me sostenía la cabeza y yo no paraba de vomitar manzanas, naranjas y uvas que salían disparadas como bolones.