La madre de Luisito Barrenechea tenía un lunar cerca del labio, en el mismo lugar que la mujer de la película de Chaplín que la cooperadora nos pasaba siempre al final de las ferias del plato, después de Tom y Jerry y antes de El globo rojo, un corto de los años cincuenta que nos dejaba con un nudo en la garganta y en medio de un silencio sepulcral, lo que en verdad debía ser el efecto buscado para que los alumnos saliéramos de la escuela sin correr y sin gritar.
Pero el lunar de la madre de Luisito Barrenechea no producía el mismo efecto que el de la pantalla: era enorme, asimétrico, tenía volumen y dos pelos gruesos que en el transcurso de nuestra primaria se fueron poniendo tan canosos como la cabellera, apelmazada en mechones que evidentemente no eran recorridos con un peine muy a menudo. La señora Barrenechea no parecía tener registro de su aspecto y además, en aquellas ferias del plato, siempre estaba ocupada en algo más importante: alabar la extraordinaria inteligencia de su hijo delante de la directora o de la maestra que nos hubiera tocado en suerte. Tampoco le importaba usar vestidos que acusaban más de quince años de existencia, no tanto por el uso como por el estilo, como si fueran parte del vestuario de una película de época.
Por esa pinta de bruja, hasta quinto grado la madre de Luisito Barrenechea nos dio miedo. Y por lo mismo, desde entonces hasta que no supimos nada más de ellos, lo que nos empezó a dar fue ganas de reírnos. Pero las disimulábamos. Porque habíamos entendido que hacerse grandes no era otra cosa que aprender a manejar la hipocresía.
Luisito, en cambio, siempre nos provocó otra cosa.
No sabíamos cuándo ni cómo pero su padre, el Doctor Barrenechea según una chapa amurada en el porche de la casa, había muerto antes de que empezáramos primer grado. Nuestras madres no se cansaban de repetirnos que por eso teníamos que ser buenos con él.
Pero ése no era el motivo por el que nosotros le teníamos lástima a Luisito. Después de todo, nuestros propios padres no eran otra cosa que un grupo de hombres que se iban al trabajo al amanecer y volvían para la cena. Tampoco éramos conscientes de que la falta del jefe de familia pudiera provocar una estrechez económica insalvable a pesar del esfuerzo sobrehumano de la madre de Luisito. Aunque eso, al parecer, era lo que más compasión despertaba en las nuestras, acostumbradas a refugiarse en la condena de las tareas domésticas. Pobre la viuda Barrenechea, dando clases todo el día y siempre con lo justo, comentaban en voz baja mientras la veían llegar a la salida de la escuela cargando bolsas pesadas de libros y cuadernos. La madre de Luisito saludaba apenas con la cabeza y esperaba concentrada en la puerta doble por la que nosotros íbamos saliendo a borbotones. Hasta que distinguía a Luisito. Entonces extendía un brazo firme hasta alcanzar la mano de su hijo y lo separaba del grupo con cuidado. Nunca se despedía del resto de las madres, quienes apenas un segundo después, al verla con su hijo ya en la otra cuadra negaban la cabeza. Pobre la viuda Barrenechea.
Igual, en el fondo nosotros sospechábamos que nuestras madres, a pesar de insistirnos con la tragedia que implicaba una familia sin padre, en realidad, y aunque no nos dijeran nada porque no era algo para andar comentando con chicos, se compadecían tanto de los Barrenechea por lo mismo que nosotros. Por aquello que, cada tanto, en un rincón apartado del recreo o reunidos bajo el ombú de la plaza, alguno de nosotros volvía a mencionar: que Luisito no iba a llegar a los veinte. Soltábamos la sentencia en un tono marcadamente solemne pero no podíamos evitar que se nos notara una satisfacción contenida, porque después de todo, Luisito, además de un diabético crónico, era el obstáculo para que alguno de nosotros pudiera también, alguna vez, vanagloriarse con el título de mejor alumno.
Luisito tenía fecha de vencimiento y nosotros la inconsciente certeza de ser inmortales. Por eso lo soportábamos. Aunque durante las pruebas se encaramara sobre el pupitre para evitar que alguno pudiera mirar su hoja. Aunque la única vez en que no sacó la nota más alta nos pidió de mal modo la prueba ganadora y se fue directo al escritorio de la maestra. Nunca supimos si tenía razón. Bastó con que se le humedecieran los ojos para que la maestra decidiera bajarle la nota al otro. Y a nosotros nos pareció lo correcto. Nadie quería ver llorar a Luisito.
Luisito no era sólo mejor alumno que todos nosotros. Era un bocho, como decía su madre redoblando cualquier elogio y en un tono que sonaba revanchista, como si la inteligencia de su hijo fuera una compensación. Un bocho. Y un traga, aclarábamos nosotros por lo bajo. Porque cuando sonaba el timbre y nosotros corríamos al patio, él abría su portafolio marrón y sacaba libros, siempre más de uno y siempre de papel biblia. Durante los recreos nos olvidábamos de él. Pero cuando volvíamos al aula, aturdidos por los juegos, siempre lo encontrábamos enfrascado en una especie de conversación consigo mismo, con la vista fija en el suelo y diciendo cosas entre dientes, cosas que sonaban a insultos en francés.
Luisito nos odiaba. Y nosotros lo sabíamos.
Pero igual lo invitábamos a los cumpleaños y nuestras madres compraban tabletas de chocolate sin azúcar sólo para él.
Siempre llegaba acompañado por su madre, quien nunca supimos cómo, a pesar de los tres colegios y los alumnos particulares, se las ingeniaba para llevarlo y traerlo de todos lados. Incluso cuando nosotros ya habíamos empezado a viajar solos. Era ella quien tocaba el timbre. Luisito no despegaba los ojos de sus mocasines. Algún observador podría haber pensado que lo que le pasaba era que sentía vergüenza por ellos. O por sus rulos, siempre en conflicto con una forzada raya al costado. O por el pantalón corto que siguió usando aún cuando se le empezó a notar el bello de las piernas, como si la forzada prolongación de su infancia pudiera detener el tiempo y ganarle a la muerte.
Pero lo de Luisito no era pudor sino desprecio.
Entraba, y sin saludar a nadie, dejaba el regalo y corría a llenarse la boca de papas fritas. La señora Barrenechea lo miraba desde la puerta siempre bajo la mirada compasiva de la madre del cumpleañero. Nuestras madres estaban convencidas de que los ojos de la viuda se ponían vidriosos debido a la tristeza segura del futuro. Nosotros sabíamos que lo que sentía la madre de Luisito era pura vanidad. Lo miraba, hasta que, como si volviera en sí, soltaba un saludo y se marchaba.
En las cuatro horas que duraban los cumpleaños Luisito no se movía de al lado de la mesa.
Mientras fuimos niños miró con desprecio cómo jugábamos y cómo nos empujábamos para acaparar los caramelos de la piñata.
Cuando las fiestas de cumpleaños se convirtieron en bailes optó por darnos la espalda abiertamente. Acomodaba la silla en dirección a la cocina y respondía con monosílabos desganados a las preguntas amables que nuestras madres le hacían mientras iban y venían tratando de ver qué estábamos haciendo en la penumbra.
Sin embargo nunca faltó a un cumpleaños.
Ni nosotros a los suyos.
Año tras años, Luisito repartía las mismas invitaciones: unas tarjetas amarillentas con flores y clarines dorados. No decía nada. Se limitaba a darnos una a cada uno mientras volvíamos del recreo.
Sabíamos lo que nos esperaba en casa de los Barrenechea: un circuito de juegos que incluía ponerle la cola al chancho, pescar manzanas de un barril y la gran carrera de embolsados, en lo que alguna vez debía haber sido un sofisticado jardín de estilo francés pero que ya no era más que un fondo barroso cubierto de hojas que habían ido cayendo en un sinfín de temporadas, bordeado de un cantero en el que sobrevivían algunos rosales hostigados por hortensias idas en vicio y yuyos de todo tipo.
Mientras la señora Barrenechea nos prendía en el pecho el distintivo de uno de los dos equipos y nos ofrecía un vaso de la limonada que preparaba en una jarra de cristal con el pico cachado, Luisito nos saludaba desde un costado de la mesa. No abría nuestros regalos, que se iban acumulando en una silla hasta que la pila perdía el equilibrio y se desparramaba sobre los mosaicos de la galería. No se necesitaba ser un bocho como Luisito para adivinar que dentro de esos envoltorios brillantes sólo podía haber frascos de colonia y pares de medias. Pero él tenía permitido ahorrarse la falsa gratitud a la que nosotros estábamos obligados.
A lo que no estábamos obligados era a disfrutar de los cumpleaños de Luisito. Sin embargo lo hacíamos. Aún cuando ya estábamos ocupados en cuestiones como quién gustaba de quién y algunos nos animábamos a los besos de lengua, en el fondo, y aunque con un tono de fastidio aseguráramos lo contrario, los cumpleaños de Luisito nos encantaban.
Eran una vuelta de tres horas a la infancia que estábamos dejando atrás.
Aunque esto último tampoco era del todo cierto. Porque lo que se respiraba en aquel jardín venido a menos era algo que nunca habíamos vivido. Con la esperanza de eternizar los años en que Luisito todavía podía ser un genio en potencia, su madre había construido una burbuja. Y nos dejaba entrar una vez por año.
Nos hubiera gustado volver cuando terminamos de crecer. Más aún cuando nos dimos cuenta de que empezábamos a ponernos viejos.
Pero para entonces hacía años que la casa de los Barrenechea estaba vacía.
Cuando terminamos la primaria y Luisito entró al Nacional Buenos Aires, él y su madre se mudaron a lo de unos parientes en Capital.
No mucho después la diabetes dejó de ser una espada de Damocles para restringirse a la incomodidad de cargar con una inyectadora de insulina.

En la reunión de veinticinco años de egresados uno de nosotros comentó que hacía poco había visto a Luisito por el microcentro. Llevaba un traje elegante y abrazaba la cintura de una rubia con pinta de ejecutiva. Al escuchar que lo llamaban por el diminutivo de su nombre se apuró a cruzar entre dos colectivos, y desapareció entre la gente.
Pobre Luisito.

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